Pablo era un buen chico. Pero la
vecina no opinaba lo mismo. Claro había mucha diferencia de edad: Pablo tenía
10 años y la vecina 50.
A Pablo le gustaba jugar a la
pelota. A la vecina no. Cuando volvía del colegio, después de hacer los
deberes, el chico subía a la terraza de su casa y se ponía a patear contra la
pared. De esta manera la pared se convertía en un arco y Pablo y se convertía
en Maradona.
A veces el murito lo
atajaba o rebotaba y la pelota caía en
la casa de la vecina. La vecina gritaba como Lorenzo cuando va perdiendo.
Entonces agarraba la pelota, se
la llevaba a su cuarto y cuando Pablo bajaba para pedírsela sacaba la tarjeta
roja de toda su rabia y lo expulsaba de su casa.
-Señora, ¿Me da la pelota?- Dijo Pablo.
-ya te dije que soy señorita-dijo la vecina-
y no te doy nada. Me rompiste una planta con tu pelota, me golpeaste la cabeza
y ensuciaste la pared. ¡NO TE DOY NADA! (grito)
Normalmente pasaba varias semanas hasta que
la vecina decidía devolvérsela. Porque a
decir verdad al final se las devolvía.
Con tantas maldiciones y gritos todo era un
martirio.
A demás Pablo debía escuchar los reproches de
su padre, quien era muy educado y respetuoso. Él le había advertido muchas
veces que tuviera cuidado con la pelota y más con la vecina.
Un día la pared rechazo violentamente la
pelota y fue a parar a la tribuna, o sea al patio de la vecina. Justo cuando
esta se había sentado en el jardín a tomar el té. La pelota cayó sobre pasto,
como siempre. Pero ella como de costumbre mintió: -me golpeaste en la cabeza y
rompiste mi planta. Ahora no te la devuelvo más. Y escondió la pelota.
-Que chico mal educado- siguió murmurando la
vecina.
Esa noche la vecina no podía dormir había
quedado muy enojada con Pablo y no lograba conciliar el sueño.
–No se
la devuelvo más- decía. La pelota estaba allí, en el piso.
Luego de un largo rato en que la vecina se
quedó mirando la pelota, le dio un poco de intriga el saber cómo se jugaba. Se
levantó de la cama, tomó la pelota y comenzó a pegarle patadas. La vecina no
sabía jugar muy bien, pero al menos lograba distraerse y salir de esa rutina de
ser la vecina idiota, la cual todo le molestaba. Y fue así como jugó con la
pelota toda la noche.
A la mañana siguiente, calladita, dejó la
pelota en la casa de Pablo. Cuando el niño volvió de la escuela, aunque se
sorprendió, no pensó mucho en el asunto y subió a la terraza a jugar contra la
pared.
Vio a la vecina que lo espiaba desde el
jardín. En la noche dejó de patear e inmediatamente se oyó la voz de la vecina:
-Nene, ¿Teminaste de jugar?
-si, ¿Por qué?- Preguntó Pablo.
-Entonces ¿me prestás la pelota?
Daniela Amorós y Romina Velazco