jueves, 14 de octubre de 2010

La lección nunca aprendida Reche Tamara


Hace muchos años atrás existía una cultura salvaje, despiadada, casi sanguinaria que vivía en esta tierra, no tenía delicadeza en sus modales, ni poesía en su palabras, es posible que tampoco grandes valores sobre el esfuerzo del trabajo, los beneficios del ahorro, la libre expresión y los tan ponderados derechos humanos.
Hasta que un día llegó otra cultura, imponente, avasalladora con grandes emblemas de moralidad a la que el indio se doblegó y a la que no entendió por salvaje, porque no veneraba la tierra, de la que era parte y adonde viviría por siempre.
El pobre salvaje no entendía, por qué este hijo de la tierra, quería ser dueño de ella, si cada pedazo de ella es sagrada para un pueblo. ¿Por qué quería poseerla? si uno es parte de ella, como cada planta, cada grano de arena de las playas, cada gota de rocío y hasta el sonido de cada insecto es parte de la tierra. Para el indio la tierra no tenía dueño como tampoco lo tenían el cielo y las estrellas.
Y porque era muy salvaje tampoco entendió por qué el hombre no consideraba a los animales sus hermanos: el venado, el caballo, el búfalo, la gran águila. Sus ancestros así se lo enseñaron, todos eran hermanos, hijos de la misma madre, la tierra. Se preguntaba qué pasaría si los animales no existieran más. ¿Qué sería del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre moriría en una gran soledad espiritual; porque lo que suceda a los animales también le sucedería al hombre, ya que para él, el espíritu mismo es la tierra, el hombre, las plantas y los animales todos entrelazados.
El salvaje era tan salvaje que no entendía por qué el hombre blanco no valoraba los ríos que eran sus hermanos y saciaban su sed; cuidaban sus canoas y alimentaban sus hijos. Observaba en silencio que no los trataban con el afecto con el que se trata a un hermano.
Así mismo tampoco entendió por qué no apreciaba el aire y su valor inestimable, pues el pensaba que todos los seres comparten un mismo aliento, la bestia, el árbol, el hombre, todos respiran el mismo aire y que hombre blanco no parecía consciente del aire que respiraba y que compartía con la vida misma que sostenía. Quizás el pobre salvaje se murió con muchas incógnitas sobre la vida del hombre blanco.
Pero hoy, ¿por qué llueve donde antes no llovía y hay sequía donde antes sobraba el agua? ¿Por qué se desbordan los ríos y se revuelven los mares? ¿Por qué rugen de nuevo los volcanes? ¿Por qué hace tanto frío y tanto calor fuera de las épocas normales? ¿Por qué tanta indefensión ante una Naturaleza imprevisible?
No será que la naturaleza nos quiere dar una lección, una que nunca aprendimos de nuestro ancestro, que es el respeto natural hacia la Tierra. Para los indios, la Tierra era su Madre y era sagrada. Hombres y mujeres creyeron que la Tierra estaba allí simplemente para proveer al ser humano de todos los recursos que su superficial y destructor modo de vida requería. Los recursos, hoy lo sabemos bien, no son inagotables, y ya ni siquiera se pueden encontrar modelos "sustentables".

Tal vez las cosas empiecen a mejorar cuando empecemos a entender, como bien lo sabían nuestros pueblos originales, “aquello que le hago a la Tierra, me lo hago a mí mismo; y aquello que me hago a mí mismo, se lo hago también a la Tierra”.
El hombre debe entender que debe hacer "un pacto de alianza con la Tierra". Una nueva relación, una nueva consciencia, este pacto de alianza y paz entre el hombre y la Tierra, es una lección y un legado que la civilización y debe aprender de ellos: los primitivos habitantes de nuestra madre tierra.

AUTOR: Tamara Reche

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